16 enero, 2009

Diamante


La función se programó para las ocho. En un sillón gamuzado del lobby del teatro esperé a mi asistente, avisó que pronto llegaría con mi máscara. Pinté con rojo mis labios mientras repasé mentalmente una parte del guión que el escritor había modificado. Guardé los maquillajes y miré el cuero de mi traje negro; había adelgazado y me pareció que me quedaba increíble. Miré mis botas negras y me percaté que la izquierda tenía un poquito de polvo en la punta; doblé mi cuerpo y lo sacudí con la mano derecha, me detuve por dos segundos en esa posición, y mientras pensé en comprarme unas nuevas, dejé caer mi pecho sobre mis muslos. Con mis ojos cerrados descansé la frente sobre mis rodillas. Pensé en Valentina, y conté los meses que habían pasado desde aquella vez que nos vimos y acordamos separarnos. Recordé las promesas que nos hacíamos cuando estábamos juntas. Traté de imaginar qué estaría haciendo, pero abandoné ese pensamiento, pues yo sabía lo que vendría… ella no estaría sola, y esa era una razón para odiarla.

Escuché los pasos y el murmullo de la gente que entró al teatro. Un pequeño ser se acercó y tocó mi brazo; palpó con su manita el fino cuero de mi ceñido traje negro, cuando volteé y lo miré, corrió. Sonreí hasta que lo vi esconderse detrás de su madre, quien me miró con expresión de nada; volví a mi posición y dormí.

Soñé que la máscara me quedaba muy chica. Desperté y creí que era muy tarde. Me levanté un poco asustada por el sueño, luego me apacigüé. Recorrí con mis ojos el espacio, bostecé y me cubrí la boca, me di cuenta que el barniz negro de mis extensas uñas aún no estaba seco.

Mis ojos enfocaron el reloj cuando me dijo que solamente había dormido cinco minutos. Llamé al celular de mi asistente y dijo que el tráfico lo había atrasado, pero que en diez minutos llegaba; le dije que viniera pronto y que me trajera un café. El sueño me había atrapado. Me levanté y caminé hasta el oscuro rincón del lobby y me senté, pensé en dormir otros cinco minutos. Con el folleto promocional de la obra hice viento y sequé mis uñas de utilería.

Cuando miré la escalera que daba a la platea del teatro, la vi.

“Valentina acompañada por un hombre” –exclamé para mis adentros–. La respiración se me acortó, me sentí desvanecer y todo lo vi más lejos, más oscuro y más incierto; quise llorar, gritar, morir, olvidar, reir… quise todo al mismo tiempo.

Traté de calmar mi patético arcoiris de emociones y recosté mis hombros en el espaldar de la silla, mientras con furia enrollé descuidadamente mi látigo; tuve ganas de romperlo con mis propias manos, pero me contuve y lo puse en mi bolso. Después de eso, solo pude sentir tristeza. Miré para todos lados, pero en realidad no vi nada; luego fijé mi mirada en un mechón castaño de Valentina, que parecía más claro con las luces amarillentas del techo de la escalera.

Hablaban y buscaban a alguien, parecían unos felices desorientados. Cuando al fin tuve un perfecto plano de su rostro vi que, unida a él por su mano derecha, dio un paso y giró de manera graciosa su cuerpo hasta verlo a los ojos. Entonces, supe que lo amaba. Y la odié, la odié tanto que quise besarla.

La piel brillante de sus hombros descubiertos encandelilló la mirada de él. Valentina lo vio como quien contempla un codiciado diamante que pronto será suyo y, cuando sonrió, se le marcaron estratégicamente sus facciones para hacerla insoportablemente hermosa. Él, maravillado, sonrió y se acomodó con la mano derecha un mechón negro que con necedad se volvió a situar en el borde del cristal izquierdo de sus lentes.

Ella le dijo algo al oído, y él mostró una amplia sonrisa. Lo miré tres veces antes de aceptar el hecho de que me parecía sexualmente encantador. Ella, vibrante, sonrió y agitó sus espiralados cabellos; y con sus labios formó un simpático botoncito que llevó hasta la mejilla de su seducido hombre. Él puso sus blancas manos sobre las caderas de Valentina y le estiró el borde de la blusa que seguramente se le corrió mientras subió por las escaleras, y que dejó ver un poco de la parte baja de su tonificada espalda.

Mis ojos se alejaron de ese colorido cuadro mientras ella, abrazada de su cuello, lo miró con ternura y excitación. El diamante ya era suyo.

Mi asistente llegó. Bebí mi café y me puse la máscara, me quedó perfecta. Mis uñas estaban secas y yo estaba lista para la función. Salí de mi oscuridad y antes de subir al escenario, con grandes y firmes pasos, caminé hacia ellos. Miré a Valentina y con una sonrisa le dije: “Qué hermoso es tu diamante”. La besé y, dispuesta a ignorar mi tristeza, me marché.